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CONTINUIDAD DE LOS PARQUES

【这文 让人看完第一反应不知所指 第二反应毛骨悚然 最后拍大腿喊作者真真是个天才】

(Final del juego, 1956)

HAB A EMPEZADO A leer la novela unos días antes. La abandonó por

negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se

dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el

mayordomo una cuestion de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad

del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su

sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como

una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda

acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos

capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes

de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba

del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo

rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el

terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la

mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo

los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los

héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían

color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del

monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente

restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no

había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se

entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un

diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y

se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias

que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y

disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era

necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles

errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo

minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía

apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se

separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que

iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla

correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y

los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda

que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El

mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subio los tres peldaños

del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oidos le llegaban

las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una

escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera

habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal

en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de

terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.


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